Cuando viajas con una mujer, sabes que todo saldrá bien. Una mujer estudia previamente la historia del país al que vas a ir, hace una lista de las cosas que merece la pena visitar, conoce los horarios de trenes, autobuses y aviones, y está siempre preparada para cualquier imprevisto. Si tienes una mujer a tu lado, sabes que cuando necesites un pañuelo ella tendrá en el bolso un paquete de Kleenex.
Viajar con un hombre es todo lo contrario. La planificación del viaje se reduce a «queremos ir a este, este y este país; ya iremos viendo lo que hacemos tranquilamente sobre la marcha,» lo cual significa agobios de última hora, cambios de planes y vivir aventuras inesperadas. En otras palabras: viajar con un hombre es vivir al límite cada día.
Mi mes con Marco no está decepcionando en este aspecto.
Esta es la historia de cómo fuimos de Krabi (Tailandia) a Siem Reap (Camboya) en un solo día y casi morimos en el intento.
Las impresoras del mal
Son las 11 de la noche y estamos en el albergue de Krabi trabajando en los portátiles. No teníamos pensado ir a Krabi, pero el destino nos había llevado allí. Bueno, el destino o que somos un desastre. El plan original era ir desde Koh Phangan hasta Bangkok después de la full-moon party, y desde allí a Camboya en tren, pero no nos dignamos en comprar los billetes hasta la tarde del día anterior. Por algún extraño motivo confiábamos en que, a pesar de haber varios miles de personas queriendo hacer ese mismo recorrido en esas mismas fechas, nosotros íbamos a tener unos billetes esperándonos en la agencia sólo por nuestra cara bonita. No fue el caso, así que tuvimos que pasar dos noches en Krabi antes de ir a Bangkok.
Pero volvamos al albergue de Krabi.
Son las 11 de la noche y estamos en el albergue trabajando en los portátiles. Al día siguiente nos vamos a Camboya y todavía no hemos preparado nada. Y cuando digo nada es NADA. Por no saber, no sabemos ni a qué hora sale el avión ni cuánto se tarda en llegar al aeropuerto. De pronto, Marco tiene un momento de iluminación repentina:
– Sonk, creo que deberíamos ir imprimiendo el visado para Camboya, que ya va siendo hora.
Lleva razón, porque nos espera una buena. Tenemos que ir al aeropuerto a primera hora de la mañana, coger un vuelo hasta Bangkok, ir a la estación de autobuses y coger un bus hasta la frontera. Para cruzar la frontera necesitamos llevar impreso el visado camboyano que hemos sacado online y, una vez en Camboya, tenemos que encontrar una manera de ir a Siem Reap, nuestro destino final. El mayor riesgo es que nos cierren la frontera y tengamos que pasar la noche allí, así que en Bangkok no podemos perder ni un minuto.
Vamos a los ordenadores del albergue a imprimir los visados. Entro en mi cuenta de GMail, descargo el PDF, lo abro y pulso en imprimir. Inmediatamente, aparecen dos cuadros de diálogo en la pantalla: la impresora no tiene papel ni tinta.
Maldito Murphy y maldito el día en que inventó su maldita ley.
Informo al tailandés de recepción del problema y se pone manos a la obra. Mete unos folios, pulsa unos botones, se imprime algo, lo mira, lo arruga y lo tira a la basura. El proceso se repite durante 20 minutos, mientras Marco y yo miramos en silencio esperando lo peor. Después de la larga espera, el chico se da la vuelta y nos confirma lo que ya imaginábamos:
– Lo siento, pero la impresora está rota.
Me entran ganas de explicarle que la impresora NO ESTÁ ROTA, sino que el problema es que ÉL no sabe arreglarla, pero me contengo. En vez de eso, me pongo a buscar una solución.
Miro a mi alrededor y veo que al lado de la impresora estropeada hay otras dos impresoras. Me acerco de nuevo al chaval:
– Perdona, pero allí tenéis otras dos impresoras que sí que tienen pinta de funcionar… ¿no podrías imprimirnos los documentos en una de esas?
– Para eso tenéis que esperar a que llegue la chica guapa que trabaja aquí.
– ¿Y sabes cuándo llega?
– Ni idea.
Así es la vida. En Asia uno aprende a ser flexible porque las cosas no siempre funcionan. Las aceptas como son y punto. Aquí no hay hojas de reclamación ni servicio de atención al cliente. Quejarse no vale de nada.
Salimos a la calle pendrive en mano, confiando en encontrar algún cíber que se apiade de nosotros y nos imprima los malditos visados, pero son las 12 de la noche y no hay nada abierto en Krabi Town. Nos acercamos a un grupo de autóctonos que vemos bebiendo cerveza en la calle y nos recomiendan que vayamos a un hotel cercano. A estas alturas no tenemos nada que perder, así que decidimos intentarlo.
El lobby del hotel está oscuro y totalmente vacío. La única persona que hay por allí es el chico de 16 años que está trabajando en recepción.
– Hola, buenas. ¿Podríamos imprimir unos documentos?
– …
– Sí, ordenador, papel, imprimir -insisto enseñándole el pendrive.
– …
– Imprimir. Documento. Prrrrrrrrrr –suplico desesperado, imitando el sonido de una impresora.
– ¡Ahhhhh! Rota, rota –dice con una sonrisa cuando por fin me entiende.
¿Qué tipo de broma es esta? ¿Se han estropeado todas las impresoras de Krabi el mismo tiempo o qué?
Volvemos al albergue confiando en que la chica guapa de recepción haya llegado ya. Es nuestra última opción. Todo o nada.
Entramos, miramos y… ¡allí está!, sentada contando dinero mientras rellena unos documentos. Guapura no tiene, lo que tiene son 50 kilos de más. Aun así, en ese momento me casaría con ella si me imprimiese los visados.
– Perdona, antes estuvimos intentando imprimir unos documentos pero la impresora estaba averiada. ¿Te importaría imprimirlos en una de las otras dos impresoras? Son los visados para Camboya y los necesitamos para mañana por la mañana.
– Las otras impresoras también estropeadas -responde sin mirarme a la cara.
¡Maldita gorda reprimida! Ahora sí que estamos jodidos. Bien jodidos.
Desesperados, nos vamos a la cama con la esperanza de que al día siguiente ocurra un milagro y encontremos una solución.
Salvados por un cartógrafo
Me despierto cuando Marco me habla desde su litera.
– Sonk, nos hemos quedado dormidos. Date prisa, hostia, ¡que perdemos el avión!
Miro el reloj y son las 8 de la mañana. Nuestro avión sale a las 9:20 y no tenemos ni idea de cómo ir hasta el aeropuerto. Guardamos las cosas en la mochila lo más rápido que podemos y salimos a la calle. Por fortuna, un taxi se acaba de parar en la acera de enfrente.
– Perdone, ¿nos puede llevar al aeropuerto?
– Sí, subid.
El aeropuerto está cerca y no hay tráfico, así que llegamos 20 minutos después. Hacemos el check-in y nos tomamos un café para celebrar que, una vez más, las cosas nos han salido bien por los pelos.
El vuelo a Bangkok transcurre con normalidad, y una vez en la capital llegamos a la estación de autobuses en taxi sin mayor problema. Preguntamos a un autóctono por el tren a la frontera con Camboya y nos manda a una ventanilla con un cartel ininteligible escrito en Thai. Nos vende los billetes por 400 baht (10€), pero lo cierto es que podrían habernos vendido un trozo de papel al precio que les hubiese dado la gana y lo hubiésemos comprado igual. Cuando no sabes el idioma de un país, no tienes más remedio que ponerte en manos de sus habitantes.
Son las 11:05 y el autobús sale a las 11:30, así que tenemos que conseguir imprimir los visados en menos de 25 minutos. Me imagino en la frontera, enseñándole al camboyano de turno los visados en el iPhone y contándole la historia de las impresoras, y me echo a temblar. Tenemos que imprimirlos aquí como sea.
Como vivir una aventura para imprimir los visados la noche anterior no fue suficiente, ahora comenzamos con una nueva en búsqueda de alguien que nos pudiera imprimir los malditos papelitos.
11:05. Empezamos buscando dentro de la estación. A lo mejor alguien ha montado un cíber con impresora para lucrarse con viajeros despistados como nosotros. Lamentablemente, no es el caso.
11:09. Marco se acerca al mostrador de información y le pregunta al señor por «una tienda con ordenadores para imprimir». Parece que le entiende. Saca un trozo de papel y se pone a dibujar un mapa. Lo hace lentamente y con tranquilidad, pintando cada calle, cada cruce y cada tienda con todo lujo de detalles. Google Maps al lado del mapa de este hombre es una broma. Al final, pinta una flecha señalando a un punto y dice «aquí, aquí.»
11:12. Echamos a andar a toda pastilla. No tenemos ni idea de que escala ha utilizado el señor en su mapa ni de si llegaremos a tiempo. Seguimos sus indicaciones: salir de la estación, cruzar la calle, seguir recto hasta llegar al Seven Eleven, girar a la izquierda y a mano izquierda está el cíber. Todo encaja a la perfección y llegamos a nuestro destino antes de lo que esperábamos. ¡Ese hombre es un genio!
11:17. El sitio está lleno de gamers y niñas consultando el Facebook y jugando a juegos en Flash. En el mostrador hay una impresora. Le pregunto al señor si podemos imprimir, dice que sí y le doy el pendrive. Abre el PDF, pulsa Imprimir y… ¡la impresora empieza a imprimir! ¡Milagro, estamos salvados!
11:21. Ya con los visados en la mano nos venimos arriba y entramos en el Seven Eleven a comprar snacks para el viaje. Yo me compro una bolsa de plástico con tres huevos cocidos y salsa picante por 50 céntimos de euro. Tailandia mola.
11:26. Subimos al autobús. Somos los últimos pasajeros en llegar y los únicos no tailandeses. ¡Misión cumplida!
Redadas de autobús
La frontera con Camboya está en Aranyaprathet, una ciudad a 5 horas en autobús de Bangkok. Como no he dormido mucho la noche anterior, intento aprovechar el viaje para descansar. Nada más llegar a mi asiento, me acomodo y me quedo profundamente dormido.
Me despierto cuando noto que estamos parados. Miro por la ventana para ver si ya hemos llegado, pero estamos en medio de la nada. Entonces me doy cuenta de que un tailandés con uniforme se acababa de subir al autobús. Todo el mundo parece muy tranquilo, como si esto fuese algo normal, pero yo no tengo ni idea de lo que está pasando. El policía va asiento por asiento y los pasajeros le enseñan un documento, posiblemente el billete o algún tipo de identificación. Él asiente y pasa al siguiente. Cuando llega nuestro turno le enseñamos el billete, pero nos hace un gesto con la mano como diciendo «vosotros no hace falta que me enseñéis nada». Después, es el turno de la madre y el niño que están sentados a nuestro lado. El policía habla con los dos, que abandonan sus asientos y bajan con él. El autobús arranca y sigue su camino como si nada hubiese pasado, dejándoles tirados en tierra de nadie.
A partir de ahí, la historia se repite varias veces. El autobús para en medio de la carretera, se sube alguien con pintas raras y, unos kilómetros más tarde, sube un policía y se lo lleva.
Tres redadas y 250km después, llegamos a nuestro destino. Es el momento de enfrentarnos a la famosa frontera en la que timan a todos los turistas.
El gorrilla
Nada más bajamos del autobús, salen de la tierra media docena de tailandeses que empiezan a explicarnos que tenemos que comprar el visado camboyano en una agencia de turismo que, casualmente, hay allí. Hemos hechos los deberes y nos conocemos el timo, así que los ignoramos y seguimos nuestro camino a pie.
Después de pasar por las oficinas de inmigración tailandesa y camboyana, llegamos a Poipet, la primera ciudad de Camboya.
El contraste con Tailandia en términos de pobreza es obvio. Lo primero que nos encontramos al entrar es la carretera principal: un camino de tierra por el que circulan coches, motos, tuks-tuks y personas con carros. A los lados hay puestos de comida, pequeños negocios, niños sucios jugando y grupos de motoristas pasando el rato. Nuestro objetivo es llegar a la estación de autobuses para coger un bus, mini-van o taxi a Siem Reap, y para conseguirlo no nos queda otra que andar durante 20 minutos por esa calle.
Desde que echamos a andar por aquel mítico camino de tierra, no paran de acercarse personas a pedirnos algo. Se nos acercan tuk-tuks para llevarnos a la estación, niños para que les demos dinero y taxis para ir a Siem Reap. Se nota que necesitan el dinero, porque no se conforman cuando les dices que no y siguen insistiendo e insistiendo.
De entre todos los personajes que se nos acercan, hay uno que destaca por encima del resto: el gorrilla. El gorrilla es un tipo delgado, de piel oscura y con sólo dos dientes que lleva una gorra roja de publicidad. Imagínate una mezcla entre el cuñao y el señor que te cuida el coche cuando aparcas en el centro, pero más morena. Así es el gorrilla.
Nuestro primer encuentro con el gorrilla es a mitad de camino, cuando se nos acerca a preguntarnos a dónde vamos. Nosotros le ignoramos y seguimos caminando, pero él nos sigue y no para de preguntar. Al final le explicamos que vamos a la estación para coger un bus a Siem Reap. El gorrilla entonces empieza a ofrecernos un taxi, pero nosotros insistimos en que no queremos un taxi porque vamos a la estación andando.
Después de un rato ignorándole, desaparece. Creemos que le hemos dado esquinazo, pero estamos equivocados. Un coche aparece de repente, se coloca nuestro lado y empieza a moverse a la misma velocidad que nosotros. Cuando se baja la ventanilla, vemos una cara familiar: el gorrilla, desde el asiento de copiloto, nos mira sonriente mientras repite las mismas palabras que antes: «Taxi amigo, taxi amigo». Es un hombre determinado como ningún otro, y esta vez incluso tenemos que cambiarnos de acera para que no nos pueda seguir. Finalmente, conseguimos escapar de él y, poco después, llegamos a la estación.
Respiramos aliviados por haber conseguido salir vivos de la carretera del infierno. Creemos, ilusos de nosotros, que ya sólo nos queda subir a un autobús y dormir plácidamente hasta llegar a Siem Reap, pero está claro que el gorrilla no se iba a dar por vencido así como así. En cuanto llegamos a la estación, nuestro amigo sale con su gorra roja a recibirnos:
– ¡Hola amigos! Ya no quedan autobuses a Siem Reap. Entrad y comprobadlo vosotros mismos, y luego si queréis os puedo llevar en mi taxi.
¡Qué moral! Al lado de este hombre, los jugadores del Alcoyano son unos principiantes.
Entramos en la estación y todas las taquillas están vacías. Las únicas personas que vemos son tres camboyanos jugando al ajedrez en una mesa de plástico, que nos confirman con pocas ganas que el último autobús a Siem Reap ha salido hace media hora y que tenemos que ir en taxi. Salimos a la calle y, resignados, le decimos al gorrilla que nos vamos con él.
Nos montamos en un Toyota Camry gris del año de la pera que seguramente había vivido mejores momentos. Conduce su socio, que no habla nada inglés, y el gorrilla maneja el cotarro desde el asiento de copiloto. Nos explica que todavía tenemos que recoger a otro turista, le da unos billetes a un policía que hay por allí (un soborno para que le deje hacer de taxi) y regresamos al camino de tierra.
En el arcén, discutiendo con un motorista, encontramos a nuestro compañero de viaje. Es un señor mayor, delgado y vestido de explorador que se parece mucho a Cocodrilo Dundee. Se monta en el coche mascullando que ya ha pagado 40 euros y que no piensa pagar ni un duro más. Parece que le han timado y ha llegado a ese punto en el que todo te da igual y sabes que vas a llegar a tu destino sin pagar más pase lo que pase.
Ya con el equipo al completo, el gorrilla se baja del coche y se monta en su lugar una camboyana muy guapa con sombrero. Nos explica que es la mujer del conductor y que va a ver su hijo a Siem Reap. Luego nos pide la mitad del dinero, que se guarda en el bolsillo, y nos dice que le paguemos el resto a su socio cuando lleguemos. Dice adiós con la mano y se pierde en las calles de Poipet.
Taxi a Siem Reap
Las carreteras de Camboya son, y perdonad la expresión, como el coño de la Bernarda: todo el mundo hace en ellas lo que le da la gana. No hay semáforos (en vez de eso, tocan el claxon antes de pasar por un cruce), te encuentras constantemente motos circulando en dirección contraria y los adelantamientos triples e incluso cuádruples 3 coches y 1 moto en paralelo) son algo habitual.
Salvo por algún momento de tensión en el que temo por mi vida, la primera media hora de viaje transcurre de manera normal: Marco y yo hablando con nuestro nuevo amigo, y el conductor camboyano ocupado esquivando otros vehículos. Sin embargo, a partir de ahí, empiezan a pasar cosas raras.
De pronto, paramos en medio de la carretera. Se sube al coche un tipo con una máscara y un pañuelo en la cabeza, se sienta con la mujer del conductor y seguimos nuestro camino. Mientras Marco y yo nos preguntamos qué está pasando, Cocodrilo sigue contándonos su vida. Es una de esas personas que no se callaban ni debajo del agua. En ese momento, nos está explicando que está aprendiendo kite-surf por sí mismo y que la gente le dice que no va a ser capaz a sus 66 años, pero que no tienen ni idea porque realmente es un deporte muy sencillo.
Diez minutos más tarde, otra parada. Esta vez recogemos a una chica. El «ninja» se viene con nosotros al asiento de atrás y la chica se sienta con la otra chica. Somos 7 personas en un coche, haciendo adelantamientos triples sin cinturones de seguridad, pero a Cocodrilo parece no importarle y sigue hablando, esta vez sobre una infección que tuvo en el pie y que consiguió curar echándose cúrcuma en la herida.
Dejamos a los dos extras en sus respectivos destinos y seguimos nuestro camino las mismas 5 personas que habíamos empezado. Yo sigo cansado del viaje y la voz de Cocodrilo tiene un efecto somnífero en mí, así que no tardo en quedarme dormido.
Cuando me levanto ya es de noche. Le pregunto a Marco que cómo lo lleva y él, muy bajito, me responde que ha habido un adelantamiento múltiple en el que hemos estado a punto de morir. «Hasta el conductor se puso nervioso y luego su mujer le echó la bronca» –matiza. Me pongo a pensar en cómo hubiese sido morir dormido en una carretera de Camboya mientras, de fondo, escucho a Cocodrilo contándole a Marco que es diseñador, y que ahora está intentando crear una marca de lujo en China.
Por fin, tras dos horas y media de viaje, llegamos a Siem Reap. Pagamos al conductor y un tuk-tuk viene a recogernos para llevarnos a nuestros albergues. Dejamos primero a Cocodrilo, que sugiere que vayamos juntos a Ankor Wat al día siguiente. Le contamos una milonga y rechazamos su oferta; no quiero ni imaginar lo que puede ser pasar un día al sol viendo templos con ese hombre. Luego es nuestro turno.
Y de esta manera, con la ayuda de fuerzas divinas sobrenaturales, llegamos sanos y salvos a Siem Reap después de un viaje que nos costará mucho tiempo olvidar.
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La foto es propiedad de el captain y muestra perfectamente lo que es la calle principal de Poipet por la que tuvimos que andar para llegar a la estación.
Cuando se publique este post, estaremos en un barco haciendo un tour de 2 días por Ha Long Bay, Vietnam.
Jmalonda dice
Muy bueno. Buen viaje y un abrazo!
Juan Núñez dice
Este tipo de experiencias son las que te hacen sentir más vivo precisamente por la incertidumbre y el no saber lo que va a pasar (riesgo de muerte incluido). Viviendo al máximo, ¡tú si que vales!.
Pablo O. dice
Jajaja, me siento muy identificado con el «hacer todo a última hora», eso me costó varios días de viaje al perder aviones y demás… muy bueno Ángel.
Guadalupe Fdez dice
Pues parece que se te está pegando la simpatía de los asiáticos… que ya es la segunda vez que hablo de tí en redes sociales y tú ni fú ni fá…
Cuidado con el karma… ;(
Guadalupe Fdez dice
Retiro lo dicho, Ángel estaba sin internet…. Perdona, pero me olvido que andas en territorios de difícil cobertura. 😉
Un beso y seguimos en contacto
Rodol dice
Ángel, enhorabuena por el blog.
Muy buen trabajo, me encanta como lo estás enfocando.
Un abrazo para los Marco y para ti!! Que bien os lo montáis siempre
Caro chan dice
jajajaja me muero!Eso no me pasa a mi…los visados a camboya me los llevo impresos desde España!Faltaria!jajajajaja
antía dice
Creo que no soy una chica normal, me gusta planificar las cosas hasta cierto punto, me gustan los viajes planificados pero también me gusta que cada día sea una aventura y pagaría, de verdad que pagaría por vivir una como esta. Pero verdaderamente creo que no soy una mujer de verdad porque JAMÁS, repito JAMÁS llevo pañuelos conmigo.
Muchas felicidades por la entrada Ángel, me he reído mucho, esta contada de una manera muy dinámica y divertida y los motes que le pones a cada uno de los personajes le da un toque de humor único.
Fernando dice
Qué miedo leyendo esta entrada! Gracias por contarnos también lo malo por que al final parece que Thailandia es un paraíso exento de problemas y es muy fácil presumir de lo bien que te lo pasas siendo diferentes. Pero todo tiene sus riesgos y, aunque en este caso valen la pena, nos ayuda a acercarnos mejor a todo con lo que tendremos que lidiar viajando por el mundo.
¡Un abrazo Ángel!
Edgar dice
Hola Angel,
Un buena historia que ya leí en su tiempo pero ahora me surge una duda
un preguntilla rápida…
He leído que en Camboya te sacas el visado para un mes «On Arrival», pero en tu historía parecía muy importante imprimir los billetes, supongo que porque ya habrías pagado…. pero por lo que yo he leído pues eso, que no hay mayor problema en presentarte en la frontera de Camboya y sacarte la visa…..
Por qué dicidisteis sacaros la visa por internet?
Gracias!!! Un abrazo!!!
Andres dice
Me encanta la historia Ángel. Me siento muy identificado y casi has descrito el tipo de viajero que soy. Tras vivir aventuras en Marruecos durante 2 años, ahora más que nunca no hago planes, solo vivo y me dejo querer por el destino. Que me sorprenda y me lleve donde sea pero que me lleve….