Llego con Nina a la estación de Hua Lumpong después de haber pasado una tarde estupenda paseando juntos por las calles de Chinatown, comiendo Dim Sum y descubriendo Lumpini Park. La verdad es que cuanto más conozco a esta chica, más me gusta. Hace preguntas comprometidas, tiene un espíritu rebelde (se cortó el pelo y se lo tiñó de azul en su juventud, ¡no se puede molar más!) y su mirada de ojos azules me apasiona. Me cuesta leer cómo se siente respecto a mí, pero creo que yo también le gusto.
Nuestro tren de Bangkok a Chiang Mai sale a las 19:35, pero ya está situado en el andén 3. Nos espera un viaje de 14 horas. Afortunadamente, vamos en compartimentos con cama y aire acondicionado, por lo que debería hacerse bastante llevadero. A mí me ha tocado en el vagón número 10 y a Nina en el 2, así que hablamos de hacernos una visita más tarde y nos despedimos. Me fijo en que el vagón-restaurante está muy cerca del mío y lo apunto mentalmente para irme luego allí a escribir.
Aunque esperaba que el tren estuviese lleno de mochileros, sólo veo tailandeses. En mi compartimento en concreto hay dos mujeres y un hombre con una niña de unos 7 años. Parece ser una familia con su asistenta. El señor está ocupado intentando matar un par de mosquitos que revolotean por allí, lo cual le agradezco profundamente porque creo que mis pies ya no pueden soportar más picaduras. Me acomodo en mi litera de arriba y cierro los ojos. Tengo la cara quemada, estoy cansado y llevo acumuladas varias horas de sueño atrasado, por lo que a los pocos minutos me quedo dormido.
Me despierto con el traqueteo del tren. Abro los ojos y miro el reloj. Las 11 de la noche. Tengo hambre y tengo que escribir mis 1000 palabras, así que saco el MacBook Air de la mochila y me dirijo al vagón-restaurante. Según me voy acercando, noto que algunos compartimentos tienen en la puerta cubos con hielo y botellas de cerveza. A lo lejos me parece escuchar música de discoteca. Qué extraño…
Llego a mi destino. Hay una tailandesa vigilando la entrada que me informa de que ya no sirven comida, pero que puedo pasar a tomar una cerveza. Le digo que mejor una botella de agua, y me abre la puerta a regañadientes. Cuando entro no doy crédito a lo que veo: más que un vagón-restaurante estoy en un vagón-discoteca. Hay una barra al fondo y varias mesas de tren con manteles a cuadros rojos y blancos, llenas de botellas de cerveza. La única iluminación son unas luces de colores parecidas a las que usamos en mi casa para decorar el árbol de navidad y un cartel luminoso con el dibujo de un vaso de una botella, un vaso de Martini y las letras BAR. En los altavoces suena la versión electrónica de Danza Kuduro.
Me siento en la única mesa que hay libre, pido una cerveza y miro a mi alrededor. El ambiente es mejor que el de muchas discotecas: la gente está fumando, bebiendo y pasándolo bien. La camarera le trae unos puros habanos al grupo de rusos de la mesa de al lado. Uno hombre de unos 40 años de otra mesa se viene arriba y saca a bailar a una de las camareras. Ella se ríe coqueta y baila con él. Empiezo a pensar que no voy a ser capaz de escribir por mucho más tiempo en un sitio como este.
Veo a un grupo de extranjeros al fondo del vagón, cerca de la barra. Es un grupo de mochileros jóvenes formado por un chico con bigote y tres chicas. Están de pie, bailando en sus asientos. Decido acercarme a ver qué rollo llevan:
– ¡Hola chicos! Había venido aquí a escribir pensando que iba a encontrarme un vagón-restaurante de los de toda la vida, tranquilito, y me he encontrado… esto. ¿Os importa que me una? Es que con la música tan alta soy incapaz de trabajar.
Me aceptan con los brazos abiertos. Es lo que tiene viajar solo, que todo el mundo te quiere ayudar. Son franceses. Romaine, el chico del bigote, está dando la vuelta al mundo con Rafaelle, su novia. La chica rubia, Caroline, es la prima de Romaine y está viajando con la pareja durante 3 semanas. A la otra chica, Cristal, la acaban de conocer en el tren. Por los altavoces suena Gangnan Style y nos ponemos a bailar.
A los 15 minutos acaba la música y un señor tailandés con uniforme nos informa amablemente de que tienen que cerrar. Una pena, porque son sólo las 12 y me lo estaba pasando fenomenal en esta discoteca de Bangkok improvisada. De buena gana me hubiese quedado allí toda la noche. Los franceses me dicen que tienen unos altavoces en su vagón y que me vaya con ellos, así que les sigo obediente.
Cruzamos vagón tras vagón en dirección opuesta al mío. En los compartimentos sólo se ven cortinas amarillas que cubren las camas y que indican que ya está todo el mundo dormido. Sin embargo, después de un rato caminando, llegamos a un compartimento en el que hay un chico de pelo largo y un señor mayor tailandés sentados en las literas de abajo junto a un cubo de cervezas. Cuando nos ven nos invitan a que nos sentemos con ellos.
El chico del pelo largo es australiano y está viajando con su novia, que está dormida en la litera de arriba. El señor mayor es una especie de maestro Miyagi tailandés con pelo blanco recogido en una coleta, Es natural de Chiang Mai y, aunque ahora vive en Australia, nos cuenta que no puede evitar el regresar cada cierto tiempo a su ciudad natal.
La conversación fluye mientras Miyagi nos invita a una Singha fría del cubo. Hablamos sobre viajes y sobre la vida. Nos recomienda que mientras estemos en Chiang Mai vayamos al Tiger bar, que además de ser barato tiene la mejor música del mundo. Nos cuenta cómo en Melbourne le han aceptado como uno más a él y a su hijo sin importar el color de piel o la nacionalidad, y se refiere a la gente de la ciudad como “good people.” Luego nos señala a todos y nos dice que nosotros también somos good people.
Somos todos súper amigos. Brindamos. ¡Salud!
Reflexiono sobre la semana que llevo de viaje y la gente maravillosa que me he encontrado hasta ahora. Sin duda el mundo está lleno de good people.
La pareja francesa quiere fumar, así que nos vamos todos al espacio que hay entre vagón y vagón. Miyagi saca un puro de la nada y se lo enciende. Seguimos hablando animadamente hasta que se consumen los cigarrillos, momento en el que nos despedimos. Quedo con los franceses en vernos a la mañana siguiente a la salida del tren para compartir un taxi al albergue y le estrecho la mano a Mr. Miyagi. Nos veremos en el Tiger bar.
Llego a mi vagón. La familia tailandesa duerme, silencio absoluto. Trepo a mi litera, me arropo con la manta y cierro los ojos. Un día más en Tailandia.
###
La foto es del vagón-discoteca visto desde mi asiento cuando todavía estaba intentando escribir. Ya he llegado a Chiang Mai y las próximas semanas las pasaré en el norte de Tailandia.