Llevaba tiempo queriendo escribir sobre la India, pero siempre acababa posponiéndolo porque no sabía por dónde empezar. Es un lugar tan impactante, tan distinto y con tanta actividad que la simple idea de tener que condensar su esencia en un solo post me abrumaba, igual que cuando caminaba por sus calles. Aun así, he querido intentarlo.
Sé que por mucho que escriba apenas voy a tocar la superficie de un país que es frustrante y fascinante a partes iguales, y que el resultado de intentar abarcar tantos recuerdos en tan poco espacio va a ser un completo caos, pero es que hablar de la India es hablar de caos. No caos, sino CAOS. C-A-O-S con mayúsculas.
Hablar de la India es hablar del aeropuerto de Nueva Delhi y de sus puertas vigiladas día y noche por soldados con fusiles, que te da la bienvenida con 200 conductores con sus 200 carteles (vivir en Nueva Delhi unos días consiste en rechazar propuestas de taxistas cada dos por tres vayas por donde vayas), que te miran a los ojos cuando sales de la terminal 3 confiando en que seas el turista al que esperan para llevar a su hotel.
Es hablar de noches frías de invierno en la que tuks-tuks destartalados y sin cinturones de seguridad zigzaguean veloces entre un mar de camiones, esquivándolos como si estuviesen en una partida de Need For Speed, mientras en los arcenes los menos afortunados sobreviven cubiertos de mantas hasta los ojos al calor de una hoguera.
Es hablar de callejones oscuros y mugrientos con olor a orina por los que jamás pasarías en tu ciudad por miedo a ser acuchillado, pero que no te queda más remedio que recorrer porque es allí donde se encuentra el mejor albergue de la ciudad.
Hablar de la India es hablar de caminos de tierra polvorientos por los que al mismo tiempo circulan sin orden ni concierto coches, motos, tuk-tuks, rickshaws, bicicletas, carros de caballos, vacas, camellos y personas en todas direcciones, envueltos en el ruido permanente de cláxones que hacen la función de intermitentes que no existen.
Es hablar de calles infestadas de personas y animales, calles en las que transcurre la vida día a día, donde todo el mundo intenta venderte algo y tratan de ganarse tu confianza con aquello del «hello my friend»; es hablar de mercados de carne con manchas de sangre y olor a muerte, en los que las ratas campan a su antojo mientras un indio duerme tranquilamente encima de una mesa.
Es hablar de hoteles de 3 estrellas en los que, por la noche, en el descansillo de cada planta, duermen varios empleados en el suelo, dispuestos a despertarse inmediatamente si se te antoja comprar una botella de agua por 20 céntimos.
Hablar de la India es hablar de telas de colores y bordados imposibles, de artesanos brillantes que trabajan por cuatro duros, de pañuelos de seda y de elefantes de mármol blanco y de cuadernos de piel de camello.
Es hablar de curries massala, queso paneer y naans de ajo; de lentejas de colores, thalis que no te puedes terminar y gulab jamuns endulzados con un toque de cardamomo y hebras de azafrán; del terrible Delhi Belly y de noches vomitando queriéndote morir.
Es hablar de gente generosa y de buen corazón, siempre dispuesta a ayudar, que cuando sacuden la cabeza quieren decir sí, no, quizá, no lo sé o ya veremos. Es hablar de Gandhi, de Rabindra Nath Tagore, de Osho y de Teresa de Calcuta.
Hablar de la India es hablar de Indian Railways, la compañía de ferrocarril más grande del mundo con 1.4 millones de empleados, y de sus estaciones que parecen campos de refugiados, llenas de gente esperando trenes que acumulan retrasos de hasta 48 horas.
Es hablar de viajes en tren interminables sentado en bancos con demasiada gente, en los que vendedores incansables recorren los vagones bidón en mano gritando «¡¡chai, chai, chai!!» y te ofrecen samosas envueltas en papel de periódico que saben a gloria.
Es hablar de autobuses sin ventanas que recogen a los pasajeros en cualquier parte y paran donde les pidas siempre que le pagues al conductor un pequeño extra de 200 rupias.
Hablar de la India es hablar de dioses hindúes con aspecto de elefante y diosas con la piel azul, de bindis en la frente y tatuajes de ghena, de maestros de yoga, retiros de meditación y de masajes ayurvédicos que te ayudan a encontrar el equilibrio espiritual.
Es hablar de bodas de tres días, en las que el novio va a caballo y la novia se cambia de vestido mil veces, y los invitados “regalan” coreografías a los recién casados y bailan toda la noche vestidos con kurtas, saris y sherwanis.
Es hablar de películas de Bollywood en los que el protagonista se pone a bailar después de cargarse al malo, en cines en los que el señor que tienes detrás usa el móvil durante 5 minutos como si estuviese en su casa.
Hablar de la India es hablar de Agra y del Taj Mahal, un palacio perfecto, geométrico y calculado, construido con el sudor de 20.000 obreros en honor de la esposa favorita de Sha Jahan, el quinto emperador mogol.
Es hablar de Varanasi, la ciudad sagrada a orillas del Ganges, con sus gaths mugrientos en los que puedes sentarte a ver pasar la vida; con sus crematorios al aire libre donde arden cuerpos en directo mientras, a sólo unos metros de distancia, decenas de niños vuelan sus cometas indiferentes a lo que ocurre a su alrededor; con sus gurús de largas barbas y dudosa reputación que ayudan a los turistas a alcanzar la iluminación.
Es hablar de Jaipur, la ciudad rosa, y de su majestuoso fuerte ámbar al que todos los días suben y bajan decenas de elefantes; es hablar de Udaipur y sus románticos lagos; es hablar de Phuskar y sus camellos, sus bailes tradicionales y sus espectáculos de magia.
Hablar de la India es hablar de Mumbai, centro económico del país y cuna de Bollywood, donde el alcohol no es tabú y las mujeres van a discotecas, donde se encuentran la vivienda más cara del mundo y la segunda favela más extensa de todo Asia, donde puedes bañarte en la playa o ver un partido de cricket en uno de los tres estadios de la ciudad.
Es hablar de las playas de Goa, invadidas por los rusos, en cuyas aguas templadas algunos indios indecentes meten mano a las chicas que van en bikini y enseñan demasiada carne (¿te están entrando ganas de vivir en Goa, ¿eh? ;)).
Es hablar de la tranquilidad de Kerala, el estado más alfabetizado del país, con sus palmeras y sus campos de arroz y sus iglesias cristianas, donde los niños van al colegio en barco en vez de en autobús y los mosquitos adquieren proporciones sobrehumanas.
Todo eso y mucho más es lo que forma parte de vivir en la India y visitarla, un país imprescindible al que todo el mundo debería ir una vez en la vida. Espero haberte convencido 🙂
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¿Has estado alguna vez en la India? ¿Qué recuerdas? ¿Qué fue lo que más te marcó?